Cuando era niña, uno de mis paseos favoritos era por el Bosque de Chapultepec. Supongo que no fui la única, ¿verdad? Ahí se podía jugar, grita, comer, navegar en lancha, quedarse tendido en el pasto o echarse marometas por la colina, y girar y girar hasta quedar tirado en la parte más baja de la tierra.
El pic-nic familiar con su canasta, mantel, las tortas de mi mamá, las servilletas, el atún con galletas y el agua de sabor, cómo olvidar esos paseos dominicales, que parece que uno con los años los recuerda con tanta nostalgia como parte de la infancia, pero siguen existiendo y Chapultepec es escenario de ellos. Ahora las lanchas son biciaguanavegantes a través de los lagos, y los pic-nic tampoco son tan comunes. Pero gracias a todas las estrellas que Chapultepec sigue abierto, y que la última perturbación que sufrieron los peces cuando su casa se derrumbó, no lo hizo un lugar triste, sino que tuvieron que ponerle más atención para que no haya otra vez peces damnificados, ni muertos.
Ahí, me gustaba que me compraran la diadema con los famosos rehiletes, de colores metálicos, particularmente diseñados y vendidos en el Bosque. Me la ponía, y los molinillos giraban y giraban, y yo caminaba airosa y presumida como otras niñas que también llevaban sus remolinos en la cabeza. Un día un niño de Colombia me dijo que eso se llamaba ringlete o renglete, peleamos por el nombre varias horas, pero para mí siguió siendo rehilete, y para él un renglete.
Me ponía la corona en la cabeza, traer esos dos molinetes era como ser la Reina de la Primavera en la escuela, y ya no sé como se llamaban, sólo se movían y giraban, y el sol hacía que destellara la luz en ellos, para pasear en domingo eran perfectos.
Haydee RC.
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